Jeremías: El humilde y fiel profeta de Dios

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Introducción

            Para aprender de qué forma Dios mide a los predicadores y la predicación, debemos volver repetidamente a los profetas fieles como nuestros modelos. No hay modelo más noble que Jeremías en la forma en que respondió a la comisión de Dios. Sin duda, no exageramos al decir que ningún hombre común alguna vez superó su humildad ante Dios y los hombres. Su absoluta fidelidad en el desempeño de la tarea que Dios le había encomendado bajo la más severa coerción, oposición y sufrimiento es legendaria. Además, estos dos rasgos maravillosos están relacionados como causa y efecto; ejemplifican lo que Dios todavía busca en sus portavoces.

La humildad de Jeremías

El llamado de Dios a Jeremías debió inspirarle gran asombro:

“Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones” (Jeremías 1:5).

Al principio Jeremías parece abrumado por la tarea que Dios le ha encomendado: “Y yo dije: ¡Ah! ¡ah, Señor Jehová! He aquí, no sé hablar, porque soy niño” (v. 6). Al mismo tiempo, parece estar alarmado y asombrado de que Dios llamara a alguien como él para la imponente obra de ser su portavoz ante las naciones. Él demuestra que no es hábil como orador, lo que recuerda la gran reserva de Moisés y una excusa similar cuando Dios lo llamó (Éxodo 3:10–4:12).

Jeremías se describió a sí mismo como “niño.” Puede referirse a su juventud, pero también puede querer decir que, en comparación con la tarea, las habilidades y los desafíos que el trabajo requeriría, se veía a sí mismo como un niño sin cualidades. Parece no estar tratando tanto de evitar hacer lo que Dios le ordenó, sino más bien preguntándose en voz alta cómo podría lograrlo, conociendo sus propias limitaciones. En lugar de criticar la reticencia de Jeremías, admiro su humildad y modestia.

Difícilmente hay un rasgo que identifique tanto la personalidad como la humildad, y casi ninguno que estropee tanto todas las demás cualidades como el orgullo. Esta observación parece de algún modo magnificada con respecto a los que predican. Los hombres egocéntricos y ego-maníacos que predican por envidia y contienda (Filipenses 1:15) (lamentablemente) no han desaparecido. El orgullo es una tentación de especial severidad para los predicadores. Están constantemente en el centro de atención; la gente suele consultarlos, hacerles preguntas, buscar su consejo y elogiarlos públicamente. Un predicador puede empezar a creer todas esas cosas buenas que la gente escribe o dice sobre él. (Por supuesto, su esposa y sus ancianos pueden ayudarlo a mantenerse en contacto con la realidad).

Pocas cosas son más repugnantes para las personas que piensan bien que un predicador envanecido de su propia capacidad, educación, influencia y/o importancia. Estoy convencido de que el orgullo ha sido una de las principales causas de que muchos dejen la Verdad y se traguen la bazofia liberal del pluralismo teológico. También estoy convencido de que algunos han adoptado y continúan propagando herejías extrañas y estrafalarias para alimentar un ego inflado.

Algunos de nosotros que hemos obtenido títulos avanzados (muchos de los cuales están en las facultades de “nuestras” escuelas) miran con desprecio a los tipos “poco eruditos” que no tienen más sentido que estudiar y predicar la Biblia. Estos autoproclamados “eruditos” se encuentran entre los líderes en el decidido esfuerzo de forzar a la iglesia de nuestro Señor a seguir un molde denominacional. En su orgullo, no pueden tolerar que sus compañeros académicos denominacionales los consideren de “mente estrecha” en sus conceptos de compañerismo, las condiciones del perdón, la adoración y temas similares.

No es que haya virtud en la ignorancia; aquellos que no tienen una educación tan formal también pueden sucumbir al orgullo (de hecho, algunos parecen estar orgullosos de su ignorancia). Es más, todos deberíamos apreciar a los buenos hombres que han alcanzado altos niveles de aprendizaje y que han permanecido fieles y humildes servidores de Dios. Sin embargo, las zanjas a lo largo de la carretera de la Verdad están llenas de cadáveres espirituales podridos de aquellos que han ido a seminarios y universidades de renombre y han “superado” y “avanzado más allá” de la Verdad Bíblica. El orgullo ha sido su perdición.

Pero uno no tiene que ser un fanático doctrinal, un liberal teológico o alguien educado más allá de su inteligencia para caer presa del orgullo. Aquellos que son rigurosos con la Verdad también pueden sucumbir a este pecado mortal. Parece que algunos no se contentan con dejar que “la crema llegue a la cima”; quieren darle un impulso mediante la autopromoción. Muchos parecen haber olvidado las sabias palabras de Salomón: “Alábete el extraño, y no tu propia boca; El ajeno, y no los labios tuyos” (Proverbios 27:2). Algunos parecen impulsados por la ambición juvenil de buscar abiertamente una posición y prominencia inmediatas que, con razón, sólo se obtienen a través de décadas de trabajo fiel, laborioso y difícil.

Hace unos años, se dice que un predicador que asistía a una conferencia preguntó cómo se hacía para conseguir una invitación para hablar en un programa de esa índole, pues seguramente le gustaría hacerlo. Esto me recuerda un poco a un “líder de canto” novato de doce años que quiere dirigir “El himno nuevo” o a un nuevo converso que sale del agua con ganas de comenzar un estudio de Apocalipsis.

Aunque no tengan una serie de títulos detrás de sus nombres ni sean los mejores oradores, aquellos que predican la Verdad de Dios con humildad y con gran sacrificio (ya sea que alguna vez sean invitados a hablar a una conferencia) son, como Jeremías, grandes a los ojos de Dios. Todos debemos recordar la advertencia/promesa del Señor: “Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mateo 23:12). Jeremías tipificó a este último.

El hombre orgulloso pregunta, cuando se le encarga una gran responsabilidad: “Pensé que nunca llamarías.” El humilde siervo, como Jeremías, pregunta: “¿Cómo es posible que alguien con tan poca capacidad esté a la altura de la tarea?” Ningún traje jamás le quedó mejor a un predicador del Evangelio que el traje de humildad. Cultivemos todos el rasgo hermoso y encomiable que defendía Pablo:

“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Romanos 12:3).

Un poeta desconocido observó:

¿Qué tan listo está el hombre para ir?

¡A quien Dios nunca ha enviado!

Qué tímido, reservado y lento,

¡El instrumento elegido por Dios!

La fidelidad de Jeremías

Cuando Dios le dijo a Jeremías qué hacer, ninguna excusa fue suficiente para evitar la tarea:

“Y me dijo Jehová: No digas: Soy un niño; porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande.” (Jeremías 1:7).

Dios no reprende severamente al profeta novato, lo que puede indicar que Dios entendió que la duda de Jeremías no surgió de la infidelidad, sino de la mansedumbre, la modestia y el miedo comprensible, dada la tarea que se le había encomendado.

Parte del desgano de Jeremías puede haber surgido de su anticipación al trato vergonzoso que recibiría quien hablara lo que Judá y las naciones necesitaban oír. Tenía todas las razones para estar así, incluso antes de que le fuera dado su mensaje específico. Dios lo tranquilizó: “No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová” (v. 8). A Jeremías no le correspondía cuestionar sus cualidades o su capacidad para presentarse ante grandes hombres con un mensaje que no apreciarían; a él le correspondía obedecer y dejar que Dios se encargara de los detalles, lo cual Él prometió hacer.

La esencia de la comisión de Dios a todos sus predicadores, ya sean inspirados o no, se encuentra en sus palabras a Jeremías: “Dirás todo lo que te mande” (v. 7). Los predicadores de Dios hablarán sólo y todo lo que Dios les ordene (autorice) a hablar. Si no lo hacen, no son portavoces de Dios, cualquiera que sea su afirmación. La mayoría de los predicadores nunca se han sentido satisfechos con hablar el mensaje de Dios por mucho tiempo, aun cuando la gente no ha estado dispuesta a escucharlo por mucho tiempo.

Si bien Dios envió a Jeremías “a las naciones,” lo envió principalmente en un último esfuerzo desesperado por llevar a Judá y a Jerusalén al arrepentimiento. Su mensaje fue arrepiéntanse o perezcan (Lucas 13:3). Dios describió la apostasía de Judá como doble: “Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jeremías 2:13). En pocas palabras, habían abandonado a Dios en favor de ídolos sin sentido y, como resultado, degeneraron en una crasa inmoralidad.

A excepción de Josías, en cuyo reinado Jeremías comenzó su obra (1:1-2), la corrupción comenzó con el rey y fluyó hacia el pueblo a través del sacerdote y el profeta: “Los profetas profetizaron mentira, y los sacerdotes dirigían por manos de ellos; y mi pueblo así lo quiso…” (Jeremías 5:31). Jeremías tuvo que atacar esta corrupción casi sin ayuda de nadie, suplicar arrepentimiento y advertir sobre un juicio seguro. A cambio, sufrió el ridículo público, insultos, el cepo, las palizas y el encarcelamiento, amenazas de muerte, cargos de traición y el encierro en un calabozo lodoso. A pesar de todo, habló fielmente el mensaje de Dios. Los líderes y el pueblo tenían corazones de piedra y, al negarse a arrepentirse, sellaron su propia perdición. Jeremías ejemplifica la fidelidad a la que deben aspirar todos los predicadores de Dios amantes de la Verdad.

Actualmente vemos gran parte de la corrupción espiritual entre el pueblo de Dios que existía en la época de Jeremías. La apostasía es evidente en todos lados. El Israel espiritual de Dios está maldito con una abundancia de profetas que profetizan falsamente y con multitudes sentados en las bancas estupefactos a quienes “les encanta que así sea” (Jeremías 5:31; cf. 27:15; 29:9). Los “Hananías” han proliferado en la Sión espiritual (Jeremías 28:1-17). Lo que comenzó hace unas décadas como un susurro de unos pocos radicales se ha convertido ahora en un gran grito de muchos hombres de gran influencia. Algunos de ellos están en las juntas directivas, en las administraciones y en las facultades de escuelas que alguna vez fueron fieles. Ya han envenenado los corazones de generaciones de jóvenes que les fueron confiados por padres demasiado confiados e ingenuos.

Falsos profetas peligrosos y errados ocupan puestos editoriales de periódicos como Integrity, New Wineskins y The Christian Chronicle. Muchos de estos sediciosos religiosos dominan los círculos de ancianos y ocupan púlpitos en algunas de las congregaciones más grandes. Una de las mayores tragedias que hemos visto aquellos de nosotros que hemos viajado al extranjero es el trabajo perverso que han realizado algunos de estos fanáticos sin escrúpulos al exportar sus herejías a lugares lejanos con nombres que suenan extraños. He visto de primera mano los efectos de sus malas acciones en iglesias que alguna vez fueron fieles en Singapur, Tailandia, Indonesia, Filipinas, Jamaica, Rusia y Europa.

Incluso ahora, cuando los fieles de Dios lanzan el grito de alarma, esas personas no se conmueven. Mientras Jeremías preguntaba a su pueblo acerca de la tragedia que había acontecido a la antigua Jerusalén, nosotros preguntamos a nuestros hermanos que todavía se muestran indiferentes y despreocupados: “¿no os importa esto?” (Lamentaciones 1:12, LBLA). Aquellos que en el clima permisivo e irracional de hoy se atreven a decir lo que Dios manda no ganarán ningún concurso de popularidad, como tampoco lo hizo Jeremías. Serán maltratados (como lo fue Jeremías) por aquellos mismos que deberían sostenerles las manos, ayudarlos y animarlos. Sin embargo, incluso cuando el pecado y el error hayan triunfado temporalmente, como el antiguo Jeremías, los verdaderos siervos de Dios no comprometerán el mensaje de Dios para evitar la persecución.

Conclusión

Insto a quienes predican el Evangelio a que estén siempre en guardia contra la vana gloria (“orgullo”), una de las “tres grandes” avenidas de tentación:

Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo (1 Juan 2:16).

Exhorto a quienes predican, ya sean jóvenes o viejos, en estos días de transigencia y apostasía, a ser como el Jeremías de antaño en el cumplimiento del mandato de Dios para nosotros: “Dirás todo lo que te mande.” Hecho esto, independientemente de lo que nos hagan los hombres y mujeres impíos dentro o fuera de la iglesia, eventualmente triunfaremos a través de Cristo.

[Nota: Escribí este manuscrito y apareció originalmente en la edición de noviembre de 2002 de The Gospel Journal, una publicación mensual de 36 páginas de la cual yo era editor en ese momento.

Atribución: Tomado de TheScripturecache.com; Dub McClish, propietario y administrador.

Traducido por: Jaime Hernandez.

 

Author: Dub McClish